Hace pocos días, compartí un viaje con un grupo de alumnos de grado 11. En la inmensidad de un bosque en Washington DC, sin conexión alguna en Internet, en algo más de 24 horas, vivimos una experiencia inolvidable.
Rodeados de árboles inmensos y centenarios. Nuestros sentidos externos, citadinos y tecnológicos, acostumbrados al cemento, nuestra mirada plana en la pantalla del celular, volvimos a escuchar, sintiendo y oler un mundo diferente, un mundo real: el sonido del agua de los pequeños arroyos, el canto de las El olor a madera de roble. Y para cerrar la jornada, una tormenta con lluvia, rayos y truenos, y un partido inolvidable en un auténtico lodazal de arcilla. Exhaustos, felices, embarrados hasta los niños, conectados realmente con la “madre naturaleza”.
Pero lo más apreciado por todos fue la interconexión entre unos y otros justamente en ese ambiente natural y retador. Divididos en grupos, bajo la dirección de una guía, se desarrollaron una serie de pruebas que exigieron el trabajo colectivo para resolverlas. No era el reto para uno solo, sino el reto para el grupo. No había solución individual, sino grupal. Y esto dejó en todos un gran saldo de buenas prácticas útiles para toda la vida. Nuestra sociedad individualista nos dejó avasallada por la simple realidad de que si el ser humano existe en la actualidad porque se puede trabajar con el otro, el compartir, la ayuda y la memoria colectiva, y esto se hace visible para todos en la jornada en el bosque.
La vida es una aventura que vale la pena vivir y arriesgar en ella, pero que no se vive solo y que no está alimentada por la comodidad. Viento, lluvia, sol, sed, barro, rayos, es decir, elementos, más formadores que cualquier lujo. La relación entre unos y otros como personas, como equipo, hace posible resolver los obstáculos de la vida. ¡Por eso, en Alpamayo solemos decir “no somos buenos si no todos somos buenos”! Educar es poner en la mochila personal de cada uno de los jóvenes, de los niños, de nosotros mismos, virtudes y valores con la práctica y los hechos pensando siempre en los demás.
Como dice Catherine L’Ecuyer, las personas aprendemos en clave de realidad. Formar el carácter, la autonomía, la solidaridad y la espiritualidad no se puede hacer desde una vida virtual. Los antiguos hablan de “templario” el carácter, como quien tiempla el acero de una espada para hacerlo más fuerte. Se cogía el hierro en crudo, se ponía en rojo vivo, se golpeaba en un yunque con cenizas, y se daba forma convirtiendo el metal en acero resistente. ¿Le gustaría al hierro, si pudiera pensar, ese tratamiento? ¿Le gustaría que se pusiera al rojo vivo y que recibiera esos golpes? Si ese hierro tiene voluntad, y acepta la dureza, se convertirá en acero brillante y valioso, digno de usar.
Y si hablamos de autonomía, esta es tu responsabilidad con la responsabilidad de los pequeños. En tanto que si hablamos de solidaridad, se forma enseñando a compartir y a darse. Y para formar la espiritualidad, es necesario ayudar a que los hijos tengan tiempo para encontrar en el silencio con uno mismo y con Dios. Sin silencio, no hay encuentro personal.
Papás y mamás, sus hijos emprendieron un buen tiempo un viaje por la vida, un viaje, como se diría en inglés y que nos lleva a la palabra latina del día a día. Una jornada larga que durará, en muchos casos, casi una centuria y en que nosotros solo estaremos al lado un breve tiempo. Si con tanto esfuerzo procuramos que los niños armen bien sus maletas para estos viajes como los que contemos en el inicio de esta historia, ¡cómo no preocuparnos de poner buenas cosas en las maletas del viaje de sus vidas! Saquemos conclusiones, buenas conclusiones y pongamos los medios para educar en la realidad formando el carácter, la autonomía, la solidaridad y la espiritualidad.