Puede una película para niños arrastrarnos “al infinito” y más allá? ¿Por qué una serie, libro o película puede impactar en el corazón de nosotros, el mundo de “los grandes”? ¿Qué hechizo está debajo de un guión como para encantar así a los adultos? Toy Story 4 es una demostración de que todo esto es posible para quien tenga el corazón aún abierto y no lo haya fosilizado en la dureza del mundo real.
Acompañar a tus hijos a ver una película es una oportunidad formativa no solo para ellos, sino también para los padres. Eso sí, tiene que tratarse de una buena película, pues al igual que con la comida, lo que no está bien causa indigestión.
Deseo aprovechar estas breves líneas para valorar una idea que esta buena obra nos trae a colación. La primera es el valor de lo simple, de lo que aparentemente es el descarte de una sociedad hipertecnológica. Vayamos a la escena: Bonnie, la heredera de los juguetes del niño de las películas anteriores, se encuentra aburrida en el Kinder, triste y desorientada. El hábil vaquero Woody -uno de los juguetes de la protagonista- se encarga de recoger unos pobres materiales de la basura -crayolas, plastilina, chicle…- y consigue que Bonnie cree un muñeco que toma vida: Forky.
Pero Forky vive abrumada por la sensación de ser basura. A lo largo de un ritmo trepidante y de buen humor, terminará entendiendo su papel en la vida, que es dar alegría a los demás. Y es aquí donde detrás de una trama con la candorosidad de una obra para la niñez, se encuentran las grandes verdades que remueven el alma.
Como enseña Viktor Frankl, notable psiquiatra judío del siglo XX, quien vivió la experiencia de los campos de concentración de la Alemania Nazi, el hombre puede encontrar la libertad incluso en las más terribles circunstancias de tensión física y psíquica.
¿Cuál es la clave que nos lleva en este camino? Frankl será explícito: la voluntad de sentido.
¿Quién de nosotros no tiene tensiones en la vida, dudas, inquietudes, incertidumbres? Navegar por la vida es igual que navegar por el mar. Tomas un crucero en el Caribe pensando que el mar iba a ser calmo, y te cae un temporal encima que pareciera que el barco se va a hundir. Pero allí viene la pericia y constancia del piloto que sabe que tiene un destino y toma las decisiones correctas para llegar a buen puerto.
Cada uno de nosotros debe descubrir el sentido de su propia existencia. Vivir una vida sin misión es algo aburrido. Los papás de adolescentes -o si uno consigue hacer esfuerzo tratando de recordar esa etapa en su propia vida- reconocerán que en sus hijos, junto al frenesí propio de la edad, se encuentran sendos sentimientos de soledad y de aburrimiento. Y esto es lógico, pues están recién pasando a jugar el juego de la libertad y aun no descubren el sentido para el cual están en la vida.
A los tanteos y pasos iniciales en orden al cumplimiento de esa única e irrepetible misión, le seguirá más adelante el pleno descubrimiento de esa personalísima tarea siempre y cuando tomen las decisiones correctas. Y a esto ayuda muchísimo el ejemplo que los padres y los mayores les estemos dando: que cada uno haya descubierto esa misión personal, tarea única e irrepetible que da sentido a nuestra existencia, y que la viva con una pasión ejemplar. Si aún no la hemos descubierto, pues al menos que estemos en camino hacia ello a través de la virtud.
En una sociedad donde la manera de divertirse se obtiene comprándola, o con la tecnología, o los medios sociales de comunicación de masas, recordar que la felicidad está en pocas cosas, en lo que aparentemente es el descarte de la sociedad, nos puede ayudar a continuar con fuerza esa misión personal que cada uno debe descubrir y acometer en su vida.